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jueves, 28 de febrero de 2019

APRENDIENDO A VOLAR

Ganas de contar. Ganas de gritar a los cuatro vientos que todo parece ir viento en popa. Sentirme orgullosa de todo lo que va aconteciendo a nuestro alrededor. Sentir esa luz que desprende el foco de mi vida, que brilla por sí sola, sin necesidad de ayudas. El centro de mi vida, mi pieza TEA, la que me mueve pa'lante con solo mirarme de reojo.

Ella y solo ella es la que demuestra cada día que quienes no daban mucho por ella estaban equivocados. Mi caja de sorpresas particular. Una vez me dijeron que mi pieza TEA es como una gran caja con un lazo de mil colores que de golpe explota tirando confetis, repartiendo sonrisas por las gratas sorpresas que es capaz de darnos. Pensamos muchas veces, no no podrá, pero le damos el beneficio de la duda, decidiendo probar... ¿Sabrá armar un puzzle? ¿Puede ponerse el pijama solo? ¿Recogerá su plato después de comer? ¿Entenderá esta actividad? ¿Y esta?.... y decidir probar es la mejor decisión que vamos tomando. Porque sí, porque se lo explicas, sin mirarte te escucha, quizás no entiende a la primera pero si a la segunda. Y con ojos como platos vemos su concentración ante un puzzle, observamos la rapidez con la que se coloca el pijama después del baño, sonreímos cuando, sin decirle nada, lleva el plato sucio a la cocina y alucinamos y bos emocionamos con esa capacidad de aprender a realizar las diferentes actividades que le proponemos.

Sé que no escribo tanto como antes, pero no son falta de ganas. No. En realidad cada día desde hace unos meses, mi pieza TEA nos regala pequeños besos de esperanza, suaves y agradables caricias que no empujan a soñar bonito. Son tantas pequeñas cosas que no da tiempo a explicarlas largo y tendido. Y me gustaría poder explicar cómo fue el primer día que escribió su nombre completo, sin titubear, cómo cuando le dije que iba a escribir su apellido, me arrebató el rotulador y escribió sus dos apellidos. Y cómo me sentí yo, y como corrí en busca del móvil para grabar ese momento.

Me gustaría contar sus días de escuela. Que en los cinco minutos que tardamos de salir del cole al coche, soy testigo de avances que me parecían utopía. Niños y niñas que la saludan efusivamente, que han  aprendido que si se ponen delante y le cogen la cara con suavidad, mi pieza TEA les regala sus ojos y su interés. Y que sólo entonces les dirá hola o adéu o la palabra nueva que saben que repite. Y que ahora ya no hace falta que yo le diga como se llama este niño o este otro. Mi pieza TEA le mira unos segundos y una vez reconocido su rostro le dice hola tal... diálogos rudimentarios, relaciones que empiezan a tener sentido... un objetivo lejano que en el cole se han empeñado en trabajar y que parece da sus frutos sin prisas pero sin pausas.

Y en casa momentos de juegos compartidos, de palabras, de letras, de números. Bromas inocentes que mi pieza TEA ha creado y con las que se ría hasta quedarse sin aliento. Jugar a descubrir qué letra escribe con su dedito sobre la pared... decirme la M y escribir a conciencia la N para que yo le diga que nooo que esto es una N y no una M, y carcarjada va y carcajada viene, y yo me uno a esas carcajadas divinas.



Mil momentos, mil anécdotas, infinitas sonrisas bobaliconas y ese deseo ferviente de que esta temporada no se acabe. Que siga, que mi pieza TEA aprenda a volar por si sola, aunque sea cerca del suelo para que se sienta segura. Porque no es necesario que llegue a la luna, porque no se la voy a pedir. Quiero q aprenda a volar, lentamente, sin sustos, sin caídas que no se puedan evitar... aprender a volar, aprendera vivir, aprender de esta vida que parecía que nunca entendería, pero a la que ha decidido conectarse. Porque sí, porque estar conectado ahora no significa que antes estuviera en su mundo, o sí, porque al final, todos absolutamente todos tenemos nuestro mundo aparte en el que nos escondemos para protegernos de los bombardeos del mundo que todos compartimos.


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