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viernes, 24 de enero de 2020

MI TORBELLINO DE EMOCIONES

Me gusta observarte. Siempre, cada día, a cada momento, en diferentes situaciones, haciendo lo mismo por enésima vez o haciendo algo por primera vez, con cierta reticencia, pero haciéndolo. No se trata de mirar sin más. Se trata de ver. De ir más allá de la escena. De adentrarme en los pequeños detalles que conforman la situación y comparar. Sí, compararte a tí contigo mismo. Es fundamental. Es la base de todo tu camino. Ver dónde estabas y ver dónde estás. 

Hurgar en mis recuerdos, en los cientos de vídeos que te hago día sí y día también. Ese pequeño gesto, ese pequeño gruñido, ese nuevo intento de pronunciar mejor la R, esa mirada dirigida a algo que antes se te escapaba. Cualquier pequeño detalle me informa de que tu camino no ha llegado a su fin. Esa nimiedad me invita a seguir positiva y optimista con tus pequeños grandes avances. 

Me haces llorar muchas veces, por esta condición absurda que sin saber porqué te tocó. Me haces llorar muchas veces cuando tu rigidez nos impide disfrutar de algún que otro paseo. Me haces llorar cuando te niegas en redondo a comer algo que hace un tiempo te gustaba y te pones terco y quieres empujarme y te enfadas. Me entristece cuando un bucle aparece en tus cavilaciones y no sabes cómo dejarlo ir, porque lloras, saltas de rabia y la impotencia para poder ayudarte se apodera de mi. Son ese tipo de lágrimas que duelen, que abrasan mi piel mientras caen por mis mejillas. Son esas lágrimas que nadie ve porque no dejo que nadie las vea. Son esas lágrimas que surgen a solas y que no quiero que no veas nunca, porque tú no lo haces por tocar las narices. Tú no te enfadas al estilo berrinche niño malcriado. No. Tú te enfadas porque en ese momento ese bucle es algo importante para ti. Tú te enfadas porque cada ve eres más mayor y tienes tu opinión sobre si esta comida que te doy, realmente te gusta o no. Tú no me empujas alguna vez para hacerme daño, no, lo haces porque no tienes otra manera de mostrarme tu disconformidad. Aún no sabes que tu voz y las palabras son un arma valiosa no tan solo para pedir sino para expresar lo que sientes. Pero llegará. Lo sé. 

Pero también me haces llorar cuando cantamos juntos, cuando sin esperarlo me pides tú mismo hacer un puzzle y miras el modelo para que sea más fácil armarlo. Me haces llorar cuando te veo sonreír a los niños del cole o a tus maestros y monitores. Me haces llorar cuando sin que nadie te lo diga llevas tu plato a la cocina o cuando nos abrazas a superpapáTEA o a mí sin ningún motivo, porque sí. Me saltan esas lágrimas dulces cuando una nueva situación no te supera y sales airoso de ella. Me haces llorar de emoción cuando descubro que sabes usar el ratón del ordenador o sabes ponerte los calcetines. 

Y me haces reír. Mucho. Eres divertido a tu manera, eres capaz de bromear y mirarme con esa cara de pillo que me comería a besos una y otra vez. Me haces reír cuando tu propia risa te ahoga. Me haces reír cuando haces alguna trastada y te descubro y me miras con esos ojillos que me dicen: "me has pillao mama". Me sale esa sonrisa tonta cada vez que me llamas diciéndome: "la mama" al estilo italiano. Pero aun sonrío más cuando me acuerdo que hace dos días por fin se te ocurrió decirme simple y llanamente: "mama". Men ensancho toda yo cuando veo esa devoción por tu padre y cómo te gusta llamarle "aa dedo".

Me despiertas un torbellino de emociones. ¿lo sabes, verdad? emociones y sentimientos genuinos, lo que me hacen sentir viva, los que me hacen mirar el presente sin querer cotillear qué hay detrás de la cortina que lleva al futuro. Porque he aprendido. Lo tengo claro, lo que me das ahora es lo que vale, lo que vivimos juntos es lo que importa. 

Y por eso te observo porque cada día hay algo nuevo que me dice que tu cabecita loca trabaja sin parar. Que tu cabecita distraída quiere aprender. Y estoy muy orgullosa de ti, mi querida pieza TEA. No lo olvides nunca. Porque no quiero a otro niño que no seas tú, tal y como eres, tal y como creces. 

Eres mi torbellino de emociones preferido. 


martes, 14 de enero de 2020

El PARCHÍS

Una conversación aparentemente trivial puede convertirse en la cerilla que enciende la mecha de los pensamientos individuales. Una simple palabra, un simple recuerdo explicado como anécdota tonta puede despertar un torbellino de pensamientos y emociones, sentimientos olvidados o incluso nuevos sentimientos que nadie se había planteado. Y es como tirar de un hilo que está mezclado con otros hilos. Como explicaba Martín Gaite en su "RETAHILAS".

Muchas veces me he quedado absorta siguiendo mentalmente el camino que ha hecho ese hilo para partir de un pensamiento y llegar a otro que no tiene nada en común con el primero. La belleza de la mente humana, lo sorprendente de algo que se me escapa muy mucho como es el dejar fluir el pensamiento, así sin más. Me maravilla. Ese poder de viajar por aquí y por allá, que una cosa lleva a la otra y esta otra te abre la puerta para que llegues lejos, muy lejos en los pensamientos. Despertar recuerdos, motivar historias, escuchar palabras que parecían haberse borrado al momento de haberlas dicho. 

Y leyendo el grupo de WhatsApp familiar, lo vuelvo a vivir. Los tres, pequeños aún, lejos de saber lo que el futuro nos traería, admirábamos absortos aquel parchís. Un parchís diferente, un parchís digno de mirarse una y otra vez. Porque no era un parchís como los que todo el mundo tiene en casa. No era un parchís magnético, ni un tablero cuadrado, no era de plástico, pero sí de madera. No era un parchís para cuatro, era para seis... U ocho como me vino al principio el recuerdo. Después el recuerdo vívido me confirmó que era de seis. Era de madera, y redondo, sí redondo. Y bajo cada color se escondía un cajón para guardar las fichas y los cubiletes. Cajoncitos de madera con un pequeño tirador. Todo muy bonito, todo muy señorial. Y el tablero estaba custodiado por un grueso cristal... Y quizás, solo quizás, ese fuera el motivo por el que el parchís acabó en la basura. Pero eso es otra historia y en realidad no importa cual fue su final.

Y había otra cosa curiosa, nueva, diferente en ese parchís. Un solo dado para los seis jugadores. Un dado atrapado en el centro del tablero. Un dado que no podíamos coger, ni podíamos tirar con las manos. Se movía cuando pulsábamos un botoncito situado encima de los cajoncillos.

Nuestros ojos infantiles lo miraban y observaban con detenimiento, alucinados por algo tan raro, pero tan espectacular. Encantados de que fuera de nuestra propiedad. Aunque no tuviéramos ni idea de quién lo dejó en nuestras manos.

Y de una conversación de un parchís olvidado, no tan solo viajé yo al pasado. Viajó superabuela TEA recordando una partida interminable con los amigos, lo revivió mi hermano buscando una foto de algún parchís que se pareciera.

Quizás volaron muchos recuerdos olvidados por nuestras mentes, cada uno con los suyos, cada uno con una historia que se guardó para sí mismo, que le hizo sonreír, por lo bonito de lo vivido allí, por recordar a esos primos unidos. O quizás con una punzadita que recuerda que todo aquello queda ya muy lejos. Pero esos hilos que cada uno siguió son solo suyos, son su secreto y son sus emociones.

La mía, mi hilo buscó a los tres primos pequeños, los que siempre estaban juntos e iban liderados por una alma inquieta del que se sabe que es el mayor, que el segundo lo seguirá y que la otra es demasiado pequeña para llevarle la contraria. 

Me fuí buscando momentos. Recordando las risas, las peleas en nuestros juegos. Recordé mil cosas que mis padres nos hicieron vivir, que las tenemos grabadas ahí, en nuestro ser. Que quizás no las tengamos presentes día a día, pero que un día, tirando del famoso hilo, salen a la luz y los puedes contar y los puedes revivir y puedes agradecer todo lo bonito que has vivido.

Y de ahí me fuí a pensar en mí pieza TEA. En su autismo, en el misterio de su cabecita loca que nunca sé qué siente y nunca sé qué piensa. Y me pregunté si mi hijo recordaría momentos regalados. Si sería capaz de recordar la paciencia que tenemos con su hora de dormir. Si le saldría la sonrisa melancólica recordando nuestros juegos con las palabras y esas risas locas que me contagían día sí y día también. Si mi pieza TEA sería capaz de valorar y tener como un tesoro estos momentos compartidos. O si recordaría, algún día, las tardes de aplastació con superpapáTEA. 

Y fuí más allá. Y me cuestioné si sería capaz de evocar a sus abuelos cuando fuera mayor y si tendría algún recuerdo bonito de ellos. Si... Si... Si... Todo condicional, todo en el aire, todo un no lo sé. 

Y paré. Porque dolió. Ese hilo del que tiré dolía. Porque no lo sé. Porque no sé si mi pieza TEA algún día podrá compartir recuerdos, si los tiene. O si esos recuerdos van acompañados de sentimientos y emociones o son un dato, frío y calculado. Puesto en orden cronológico sin ningún otro fin que el de ser un dato.
Me gustaría que fuera capaz de tener recuerdos bonitos, de recordar las mañanas de parque conmigo y los paseos en patinete con superpapáTEA. Sería un sueño que evocara los suaves aromas de comida haciéndose que su padre le prepara o que empezara cantar canciones que yo, su mami, le canta una y otra vez.

Me gustaría, ¡y tanto que me gustaría!