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viernes, 11 de noviembre de 2016

DESENTERRAR UN SUEÑO OLVIDADO

Cierro los ojos y los veo. Como casi cada mediodía mientras superabuelaTEA terminaba de hacer la comida. Cierro los ojos y los veo ahí todos sentados, en orden, estáticoS. Todos me miran con ojos expectantes y no se mueven.Tampoco quieren hablar, pero yo les hago hablar. En mi mente ellos me hablan, me cuentan sus cosas, me explican la lección y desean ser adoptados. Hay algunos a los que adoro, a los que no cambiaría por nada del mundo, y otros, no muchos, que me daría igual que se fueran o que no estuvieran. Estos últimos llegaron sin pedirlos, sin ganas de tenerlos, pero al parecer eran lo más del momento.

Cierro los ojos y veo esa carpeta rosa llena de hojas cuadriculadas partidas en ocho partes y grapadas. En total 32. Para catalán 16. Para castellano otras 16. Sigo mirando dentro. Ahí está. La lista. Por orden alfabético. Con varias hojas cada una de una asignatura. Todas con los nombres por orden alfabético. Como debe ser. Al lado de cada nombre pequeños recuadros con números. Algunos sólo dieces, otros oscilando con los ochos y los nueves, otros, perdonándoles la vida con seises y cincos, y como ocurre en la vida misma alguno que otro con ceros, bien redondos, bien grandes.

Cierro los ojos y recuerdo... Bea, Dulce, Esther, Kikosito, Leslie, Mireia, Montse, Nina, Romina, Sergi, Tiernecito, Tono y Tona. Faltan tres, pero mi recuerdo ya no me permite encontrarlos. O quizás mi memoria me falla y no eran 16 y eran 13. No lo sé, pero apostaría por 16. Esos 16 muñecos que me hacían volar la imaginación, sacar y desarrollar el juego simbólico... aquello de lo que carece hoy por hoy mi pieza TEA y que quizás algún día surja... o quizás no. No lo sé.

Algunos de mis muñecos (imágenes extraídas de internet)

Y es que mis muñecos eran mis alumnos. Jugaba a ser maestra. A enseñarles cosas tan simples como las semejanzas y diferencias entre la i y la j (tenía dos láminas una con cada letra, escritas de mi puño y letra con un rotulador mágico que pintaba en color plata y dejaba el borde azul. Jugaba a hacerles dictados uno en catalán y otro en castellano. Los escribía yo en la libreta de cada uno. Y cada muñeco tenía su propia letra y su libreta decorada acorde al color de su forma de ser. Y es que en mi imaginación ponía en marcha los tópicos (reales o no) de las preferencias de los maestros con sus alumnos. Los que me gustaban, como Kikosito, Sergi, Montse o los gemelos Tono y Tona, esos, tenían una letra preciosa, decoraban su libreta con colores brillantes como el naranja, el amarillo el verde o el lila. Los que me gustaban pero menos, como Dulce, Mireia, Bea, Nina y Tiernecito, esos empezaban a tener menos buena letra, y decoraban sus libretas con rojos y azules oscuros. Finalmente, los que no, que no me llamaban ni me atraían como Leslie, Romina o Esther, esos tenían mala letra y decidían decorar sus libretas con marrones, negros y grises.

Y es que, quizás los tópicos sean sólo eso, tópicos, pero si yo lo hacía así es porque en el cole lo vivía así. Y yo me veía como una Nina o una Mireia cualquiera, del montón, de las de notable. Aunque eso, eso ya da igual. Lo importante son las horas que perdían jugando a ser maestra. Lo importante es que yo sabía que quería ser maestra. Estudiar para ser maestra. Enseñar a los niños a leer, a aprender ortografía. Reñir si era menester y abrazar la mayor parte de las veces. Quería ser maestra. Estudiar para maestra... Sin embargo, en su momento, dejé olvidado ese sueño. 
Y con 18 años me adentré en el mundo de la mente, en pensar que podría ser una Freud y analizar a las personas. Me adentré en la carrera de Psicología buscando respuestas a mis temores escondidos, buscando cómo salir de una tristeza extraña que no me permitía ser feliz. Pero no encontré nada de eso. Una carrera que tiene que ser humana, que tiene que hablar de emociones y sentimientos, me habló de genética, de neurobiología, de estadística, de procesos mentales, de baterías de test, de selección de personal, de psicología colectiva, de etología (muy divertida por cierto), de experimentos con ratones... 
Y sólo, tan solo en las asignaturas de primera infancia, segunda infancia, adolescencia, madurez y senectud vislumbre un rayo de humanidad. Encontré un poco aquello que andaba buscando y conocer a mi querido Carl Rogers me sirvió para entender por fin qué hay que hacer, qué debemos hacer para mirar el presente y el futuro con la cabeza bien alta. Encontré con Rogers ese humanismo que creía que era la psicología. Y durante cuatro años, tomé de aquí y de allí, acepté premisas, refuté otras y creé mi propia psicología. Aprendí de los errores y de las penas, de las caídas y de las alegrías. Y me convertí en una parte de lo que hoy soy.  Y me licencié en Psicología, y nunca ejercí. 

La vida me dio la oportunidad de desenterrar un sueño olvidado. Durante siete años aprendí a ser maestra, pero a serlo como me dictaban desde dirección. Disfruté y lloré por mis niños de los que me despedía año tras año. Y como conté, hace algún tiempo en la entrada ¿Volveré?, tuve que despedirme de nuevo de mi sueño de infancia. Y me adentré de lleno en una palabra que en mis años de universidad solo era una enfermedad más, rara, extraña... que se llamaba Autismo. Aprendí de mi pieza TEA lo que ni en cuatro años de facultad ni siete de profesión de maestra pude aprender. Aprendí que autismo son niños, únicos, diferentes pero con los mismos derechos y oportunidades que se merecen los demás. Aprendí que el camino es más largo, más angosto, con pocas bajadas y muchas muchas cuestas. Que a veces hay tramos llanos que te permiten relajarte pero siempre a la expectativa de lo que habrá después de la siguiente curva. Aprendí que el tópico de infancia de mis alumnos preferidos debía ser eliminado, que todos y cada uno de los niños sean TEA o no, son únicos y especiales y que es función del maestro encontrar lo mejor de cada uno de ellos. 

Y cuando tuve que dejar de trabajar por obligación externa, decidí convertir un sueño en realidad. Y sí, volví a estudiar, y sí estudié una carrera. Y sí, era la carrera de mi vida, la que debí escoger con 18. Decidí ser de verdad Maestra. 

Durante cuatro años, he disfrutado como nadie estudiando una carrera tan bonita y creativa como la de maestro de Educación Infantil. He comprendido que no, que no solo es hacer dictados o aprender números y letras. No, es disfrutar. Durante cuatro años aprendí que mi pieza TEA, no era como los niños que me explicaban en la carrera, que aunque el profesor de lengua me animaba a estar tranquila porque mi hijo de dos años no decía ni mu, algún día lo haría. Lloré porque entendí que mi pieza TEA no era como los demás porque me dieron un diagnóstico, una etiqueta que tendrá siempre aunque yo me empeñe en decir que es un niño, única y exclusivamente eso. Un niño feliz. Lloré cuando en alguna ocasión se puso de ejemplo algún niño con autismo. Lloré porque todo lo que aprendía no lo podía llevar a cabo con mi pieza TEA. Pero disfrutaba, no podía evitarlo. Aquella manera de enseñar, aquella manera de ver a cada niño como ser único con sus cosas buenas y sus cosas menos buenas. 
Y así, entre lágrimas y alegrías inmensas por asignaturas superadas, llegué a lo que ayer conseguí: ser maestra. 

Ahora toca seguir pa'lante, siempre pa'lante. 






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