Hace unos días pude comprobar aquello de que si no has caminado con los zapatos del otro, mejor te callas.
La vida con mi pieza TEA sigue su curso. Con algunos altibajos. Pero es normal, estamos en plena adolescencia, con cambios importantes en nuestras vidas, colegio, ciudad, rutinas... Es un caldo de cultivo importante para que, de vez en cuando, surja algún que otro estallido de mi grandullón. Pero también es cierto que son las menos y que, una vez han sucedido, mi cabecita loca es inteligente y borra esos malos momentos. Supongo que por aquello de que esto también entra en el menú.
Me he propuesto que, cuando estoy con mi pieza TEA en fin de semana, tenemos que hacer cosas. Paseos, escapadas (aunque esto ya llegará, por ahora no me atrevo) y seguir disfrutándonos como lo hacíamos cuando él era pequeño y nos íbamos mano a mano a pasear por la playa, a descubrir parques o gastar gasolina por las carreteras cercanas.
Como tengo la gran suerte de poder gozar de mi Barcelona querida, decidí que cada domingo que fuera a casa de superabuelos TEA, haríamos un paseo al estilo guiri. Redescubrir mi ciudad ha sido un gran qué para mí. Y comprobar que mi pieza TEA me sigue y podemos ir de aquí para allá a su estilo, es lo mejor que nos podría haber ocurrido.
La pasada semana había planeado un paseo subterráneo por las líneas del metro, con sus trasbordos y sus paradas al azar, pero superabuelo TEA tuvo la genial idea de proponerme que fuéramos al puerto. Y me dije "¿por qué no?"... Caminar, metro, aire libre, caminar y vuelta en metro otra vez. Y eso hicimos.
Admiramos la estatua de Colón, con sus leones custodiándola a sus pies. Nos hicimos fotos. Mi pieza TEA, con una paciencia infinita aceptaba quedarse quieto donde le decía para dejar constancia gráfica de una mañana de sol y mar. Paseamos cerca del puerto, con enormes gaviotas a un metro de los bancos donde se sentaba la gente... mucho guiri, pocos autóctonos... Pero eso daba igual. Mi pieza TEA y yo. No necesitábamos nada más. Caminamos por el Maremágnum, pudiemos ver el puente abierto para que pasaran los veleros. Descubrí que mi pieza TEA observaba todo curioso ese puente "roto" por el que apenas media hora antes habíamos pasado. Esperó paciente, con todo el tumulto de gente esperando lo mismo, sin enfados, sin chillidos... Se "arregló" el puente y volvimos a pasar un ratito a los pies de Colón. Eso sí, después de regalarle una bolsa de patatas porque creí que se lo merecía más que nunca.
Después me arriesgué a subir las Ramblas, y aunque un poco a regañadientes siguió caminando. Y, en las Ramblas, ocurrió algo bonito. Una estatua de Gaudí, al pasar por delante, levantó la mano mágicamente. Mi pieza TEA que no lo pasó por alto, volvió hacia atrás y se quedó cara a cara ante la estatua, la cual le cogió la mano. Mi pieza TEA, no entendía nada. La miraba fijamente a los ojos intentando entender cómo una estatua se podía mover. Fue un momento impresionante para mí, puesto que comprobar la curiosidad de mi pieza TEA es maravilloso.
Seguimos andando, con la intención mía de llegar hasta arriba. Sin embargo, mi pieza TEA no es tonto, ni mucho menos y en cuanto vio una nueva entrada de metro, ya no hubo camino que elegir. Ni Rambles que subir.
Y fue en el viaje de vuelta donde, ocurrió algo que me dejó KO. Una lección de vida, de aquellas que no me deberían dar, porque estoy acostumbrada a no juzgar a nadie. Pero, es lo que tiene ver demasiada gente hacer lo mismo, a veces solo por la facilidad de engañar, otras, como en esta ocasión, duro.
En el metro, siempre hay gente pidiendo, gente cantando para sacar algunas monedas. Y esta vez un hombre se plantó en medio del vagón delante nuestro. LE escuché decir en un susurro: "qué vergüenza". Y acto seguido empezó ese guión que todo el mundo suele decir: "la vida me ha llevado a tener que pedir, después de trabajar todo lo que he podido y más. Tengo dos hijos a cargo, uno de 22 que no puede trabajar y otro de 14...." ... Mientras lo escuchaba pensaba que qué facilidad siempre pidiendo y explicando lo de siempre. Sin embargo mi mente repetía lo de 22 no puede trabajar...
Le dieron algunas monedas. Y sin esperarlo, lo que ya intuía se convirtió en cierto. Se quedó mirando a mi pieza TEA y dijo: "me recuerda a mi hijo. Tiene Asperger".
Y conversamos dos minutos y me emocioné, porque hablaba de su hijo de 22 años con un cariño y un amor imposibles. Lloraba porque no era justo que tuviera que verse en aquella situación. Lloraba porque me dijo lo que todos deberíamos hacer: "siempre la cabeza bien alta".
Le deseé toda la suerte del mundo. Y su reacción fue un beso en mi cabeza.
Entonces me sentí afortunada. Por poder darle a mi pieza TEA todo lo que puedo ofrecerle. Por estar los dos tan arropados, por los 19, por mis amistades, por la gente de la calle que lo conoce.
La vida es muy hijaputa, pero también es bonita. Sólo hace falta valorar esas pequeñas cosas que valen la pena. Y a mí me vale la pena poder compartir esos paseos, esos abrazos, esas risas y esas mil historias con mi queridísima pieza TEA.
