Una vez más, las hojas caen de los árboles. Una vez más empiezan a aparecer esas camas de hojas secas, de colores ocres y marrones, y alguna verde hay que se ha escapado de ese árbol que no quiere liberarse jamás de sus raíces y lo ha hecho porque ya no siente suyas esas raíces que la alimentan para seguir viva. No quiere ese lugar, siente que no pertenece ahí, en la entrada de un pequeño pueblo de interior, o quizás de un parque lleno de ese bullicio infantil que lo tiñe de vida a ciertas horas del día o se aburre en el silencio de los días de lluvia. Una hoja verde que, sin venir a cuento, se siente desarraigada de donde le ha tocado brotar y respirar. Quizás es débil, sencillamente eso, y cualquier brizna de brisa la ha hecho caer, dejándose llevar por el remolino de las pisadas, del rebufo de los coches que le pasan de cerca, esperando cambiar ese verde frondoso por el marrón del resto de hojas marchitas que han corrido su misma suerte. Pero también podría ser que el árbol padre lo echara lentamente, dejándola sin su savia, desnutriéndola día tras día, maltratándola en silencio, a ojos ajenos de tal salvajada.
Sinceramente, prefiero pensar que ha decidido vivir su propia vida, que no ha escapado, sino sencillamente se ha ido. Y prefiero pensar que el recuerdo de árbol padre es un recuerdo limpio, de aquellos que engrandecen el corazón cuando llaman a la puerta de la memoria. Alegre y vivo, sentido, porque él la hizo nacer, porque él, con sus profundas raíces bien arraigadas, la ha alimentado y la ha hecho crecer. Quizás sea de esas hojas que esconden pequeñas esporas que soltará para echar sus propias raíces y hacer nacer sus propias hojas.
Es otoño. Una vez más. Recta final de un año tremendamente convulso que me hace sentir como esa hoja verde. Pero no soy hoja solitaria, me arropa mi querida hoja TEA, tan feliz tan sonriente siempre. Brinca y brinca aprovechando la brisa que le viene por todos lados. El soplo de aire fresco y renovado del cole, el vendaval tan genuino de superabuelosTEA, ese viento tebio de quienes nos rodean y ese danzar los dos diario que ha traído nuevas rutinas.
Porque en eso no ha cambiado. Mi pieza TEA crea rutinas de la nada. De una casualidad, de un momento de debilidad ante sus demandas, de sus rigidices... De donde procedan, al final, no importa. Lo importante es que esas rutinas no entorpezcan ese brincar jovial que le caracteriza.
Y una de las nuevas rutinas es dormirse conmigo. Hace años, quizás no hace tantos como me parece a mi, cada noche, después de unos cuantos rituales con su padre, me tocaba una larga hora a su lado para que por fin llegara el sueño. Con sus cantinelas, con sus juegos locos de números y letras, con mi deseo ferviente de que parara, se relajara y cerrara los ojos de una santa vez. Años en los que me sentía agotada, cansada de que mi día terminara media hora antes de irme a dormir. No tener ese rato de calma para mí era matador. Sin embargo, he echado mucho de menos esos tiempos. Porque era nuestro momento, cuando la conexión con mi pieza TEA era tan brutal como lo es en los días de playa. Hablando los dos sin, en realidad, decirnos nada. Da igual, hablábamos y reíamos, abrazados los dos, porque aún era pequeño y cabíamos los dos bastante bien en su cama infantil.
Esas noches terminaron cuando la medicación entró en nuestras vidas. A partir de ese momento, había días que él mismo se iba a la cama y se dormía sin darnos tiempo a desearle buenas noches y otras que, obediente, lo acompañábamos a su habitación, lo arropábamos, nos dábamos los besos de rigor y cerrábamos la luz sabiendo que hasta la mañana siguiente no sabríamos nada más de él.
Los cambios en nuestra vida nos han convertido en familia de dos. Los primeros meses la rutina de irse a dormir siguió siendo la misma, acompañarlo, arroparlo, besarlo y ese eterno: "bona nit. T'estimo, te quiero ailooo... " y esperar a que esa voz todavía infantil diga: "I LOVE YOU". Como siempre, como debía ser con la edad que tiene mi pieza TEA.
Un día, mi pieza TEA me hizo una petición mientras me cogía de la mano: " a dormir la mama". Sus deseos fueron órdenes. Nos metimos los dos en la cama, hablamos nuestras cosas repetitivas y pronto se dio la vuelta dándome la espalda y se quedó dormido. Desde aquel día, ha habido muchísimas peticiones, como si necesitara la seguridad de tenerme a su lado para dormirse en paz, tranquilo, sabiendo que estoy ahí, que seguiré ahí para cuidarle y arroparle, ya no tan sólo en la cama, sino en la vida.
Pero ha dado un paso más. Como si él quisiera devolverme ese cuidado, se duerme en mi cama, siempre con la petición de "a dormir la mama". Y no se da la vuelta para dormirse. Se arrebuja a mi cuerpo, busca mis pies fríos con sus pies calentitos y parece que quiera que entre en calor. Busca mi mano para entrelazarla con la suya y mientras nos miramos y nos decimos nuestras cosas, que son ni más ni menos que sus bucles infinitos y cansinos, va apareciendo el dulzor de la mirada que se va perdiendo, va oyéndose una respiración pausada, tranquila. Y paz, muchísima paz. La que él me da quedándose a mi lado toda la noche y la que le doy a él sabiendo que me tiene a su lado.
Todo muy idílico, pero es lo que me imagino, lo que me gustaría que fuera. Pero sé que si viene a mi cama y no se queda en la suya es porque esa le va quedando pequeña y cuando uno duerme a pierna suelta que mejor que hacerlo en una cama amplia y con el aroma familiar de mami. ¡Qué más da! Sentirlo cerca de mí, a mi lado, me regala el sentirme en paz conmigo y querer hacer las paces con la vida, esa empeñada en no ponérmelo fácil.
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